Se cuenta por ahí, que hubo un ladrón que se metía en los huertos de sus vecinos. Y el campo de Don José, el más rico y voluminoso, era donde siempre se lo veía tomando lo que no era suyo. El viejo, cansado por los años, no podía hacer mucho más que resignarse a regalar su trabajo. Sentado junto a la higuera le hablaba al pasar, intentando convencerlo de que hiciera su propio huerto o que lo ayudara a cambio de lo que se llevaba, pero el ladrón lo ignoraba por completo.
Fue luego de una gran tormenta que el viejo, sentado en el mismo lugar comiendo una mandarina, vio entrar al ladrón al huerto para encontrarlo casi vacío. –Se lo llevó todo la lluvia- le comentó Don José con la misma paciencia de siempre, el Ladrón, un tanto avergonzado por sus fechorías no alzó su mirada del suelo. –Aún tengo las semillas y mis viejas herramientas si las quieres- siguió el viejo –y si consigues tener un huerto el doble de grande de lo que fue el mío, te diré dónde está mi huerto secreto- le ofreció mandarina a modo de premio. El ladrón se rio del viejo, pero tomó la fruta como si nada, viendo lo deliciosa que estaba fue que decidió aceptar el trato, después de todo, esa era el único huerto del que podía aprovecharse ahora.
Día a día el Ladrón comenzó a mover la porción de tierra dada por el viejo, pero más pronto que tarde comenzó a cansarse. –Agua- le había dicho el anciano –le falta agua y presta más atención-. El ladrón regó y se tiró al suelo como le había dicho el anciano, mientras éste lo miraba sonriente desde el otro lado, y dando por sentado que esta vez sí se reía de él se propuso levantarse para darle una lección, pero para su sorpresa, algo verde llamó su atención, entre dos granitos se asomaba una pequeña hoja, y más allá otro, y de pronto logró ver todos aquellos retoños que brotaban del suelo. Satisfecho, se regodeó de su trabajo, ahora cada vez que se cansaba, miraba aquellos brotes que crecían bajo su cuidado, observando cómo el otro se comía sus mandarinas bajo la sombra del árbol, deseando saber en dónde tendría escondido aquel ansiado huerto.
Siguieron los días y pasó el invierno, el verde de las plantas comenzaba a verse desde lejos y el ladrón sonriente se enorgullecía de sus plantas. Poco a poco del verde salieron los colores y al ladrón ya no le importaba lo que hacía el viejo, ya no le importaba aquel supuesto huerto del que saldrían las mandarinas, tan solo observaba y comía de aquello que tanto trabajo le había costado.
La mañana en que sus tomates estuvieron listos, entendió la enseñanza de quien a cada paso había estado a su lado, corrigiendo sus errores, guiando su aprendizaje. No hizo falta hablar más, el ladrón siguió yendo cada día a cuidar de su huerto, sacando de él lo que necesitaba y dejando una canasta con el resto al pobre viejo. Nunca le preguntó sobre el huerto secreto, después de todo, las mandarinas no salen del huerto.
B. Daniela Sánchez
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