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¿Ahora que hago?

Desperté con su mano apretando mi cara para que no gritará, me tomó con fuerza del brazo y me levanto de un tirón, me llevo casi a las rastras al living de casa, me tiro contra el sillón como si no valiera nada. Comencé a llorar aferrada a mi brazo enrojecido donde tenía marcado sus dedos, no me atrevía a mirar su cara llena de euforia y placer con lo que estaba haciendo.

Me golpeó reiteradas veces como lo hacía hace tiempo, solía gritar y llorar esperando que cesara su agresión, pero parecía disfrutarlo más aún cuando le mostraba mi sufrimiento. Me agarró del pelo y me hizo mirarlo fijo, dijo cosas obscenas sobre mi cuerpo como de costumbre y repitió su lema “Te amo, yo siempre te cuidaré pase lo que pase. No trates de irte porque eso me haría enojar más”. Para ser sincera muchas veces pensé en terminar con mi vida, pero me repetía con confianza que algún día lograría irme de allí y ser libre.

Cuando dejó de golpearme no tenía fuerzas para levantarme del piso, hasta que lo vi. En la mesa, al costado del sofá, reposaba un porta velas dorado, al darle la luz resplandecía mostrando su hermosa forma y color. Nunca me percate de aquel hermoso adorno, no hasta este día. Pero dejé de admirarlo cuando sentí el cierre de su pantalón.

Mi cuerpo al instante se tensó, el miedo y la bronca fluían juntos como un mar de sensaciones, intente moverme para dar pelea, pero ni siquiera mis brazos pudieron despegarse de donde estaban. Sin tapujos sentí como su cuerpo se pegaba al mío, las lágrimas no tardaron en llegar y mi mente solo repetía una frase constante: ERES MUCHO MÁS QUE ESTO. Cuando termino de satisfacer sus deseos a costa de mis suplicas, se incorporó como si hubiese conseguido una gloriosa victoria, su sombra sobresalía en el piso dejando mi cuerpo cubierto en tiniebla. Fue entonces cuando al fin me probé a mí misma que era más que solo un saco de huesos y carne deshaciéndose de a poco.

Cuando estuve segura de que me había dado la espalda, muy seguro de que yo estaba tan destrozada que no me pudiera mover, junte la fuerza de todos estos años y me abalance contra el porta velas, para cuando él se percató de aquello yo había estampado el gran adorno contra su cabeza. Cayó en seco y su nuca dio contra el filo de aquella mesita, no volvió a moverse. Yo de rodillas a un lado, solo cubría mi boca de asombro y rogaba que no se levantará antes de que pudiera correr. Me acerqué con cuidado y toque para sentir su pulso.

Mate a mi padre.


Micaela Martínez



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